Antonia era una mexicana de 19 años que vivía con su madre. Un día, su madre le pidió que fuera a comprar tamales y tortillas a la fonda del tío Pepe, ya que se le había olvidado en la mañana.
Antonia fue a la fonda, emocionada ante la perspectiva de comer tamales caseros. Cuando llegó, se sorprendió al ver a un apuesto joven de unos 23 años trabajando como ayudante de Pepe. Era alto, de cabello castaño ondulado y piel bronceada. Antonia se sintió instantáneamente atraída a él.
El joven ayudante se acercó a Antonia y la saludó sonriente. «¡Hola! Bienvenida a la fonda de tamales de don Pepe. ¿En qué puedo ayudarla?». Antonia tartamudeó, nerviosa ante su mirada azul.
«H…Hola. Quiero tamales rojos y tortillas por favor», dijo Antonia, sonrojándose. El joven sonrió de nuevo, admirando su sonrojo. Antonia sintió arder sus mejillas, fascinada y excitada.
Mientras esperaba, Antonia no pudo evitar mirar cada movimiento del joven ayudante. Le encantaba verlo inclinarse y su cuerpo tenso bajo el delantal blanco. No podía apartar la mirada de él.
Finalmente, el joven le entregó su pedido. «Disfrute», dijo con una sonrisa. «Gracias», musitó Antonia, embobada en su mirada azul.
El aroma a canela y frijoles la envolvió por completo. Antonia apenas probó bocado, absorta en aquellos ojos azules. No deseaba otra cosa más que sentir su tacto.
Cuando Pepe se marchó y dejaron de entrar clientes, Antonia se acercó tímidamente al joven. «Me llamo Antonia», dijo. «Yo soy Manuel», respondió él, con los ojos brillando de admiración.
Antonia tomó las manos de Manuel y lo llevó a la bodega, llena de sacos de harina y alejada de miradas indiscretas. Manuel la siguió, tan ansioso como ella.
Pronto, sus labios se unieron y comenzaron a desnudarse apasionadamente, degustando la comida en la piel del otro. Fueron los tamales y la pasión más deliciosos que Antonia jamás había probado.
